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El algoritmo o la fábrica: la clase obrera estadounidense ante la crisis del imperio

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Algo se ha roto en el corazón del "sueño americano". La imagen de EE.UU. como tierra de oportunidades, centro de innovación y promesa de movilidad social se resquebraja frente a los datos de precariedad, endeudamiento, desprotección sanitaria, drogadicción y salarios estancados.

Lejos de una coyuntura pasajera o del error de una administración en particular, lo que se pone de manifiesto es una crisis estructural: la lenta pero persistente pérdida de hegemonía global de EE.UU.

En este escenario, la clase trabajadora aparece como el chivo expiatorio para discursos reaccionarios, mientras carga sobre sus hombros las consecuencias de un sistema que la necesita fragmentada, desorientada y sumisa. El trumpismo, las guerras culturales y la manipulación mediática son mecanismos que ayudan a mantener el control en un país que ya no puede dominar el mundo como antes, pero que tampoco encuentra otra forma de reestructurarse.

El relato oficial presenta la decadencia industrial de EE.UU. como una supuesta "ineficiencia" frente a la competencia extranjera. Lo cierto es que esta transformación responde a decisiones conscientes del gran capital para restaurar su tasa de ganancia tras la crisis del modelo fordista-keynesiano en los años 70. Lejos de ser un ajuste técnico, la deslocalización masiva de fábricas fue una estrategia deliberada que trasladó el conflicto al Sur Global: países con mano de obra barata, escasa regulación laboral y disciplinados por la deuda externa, el FMI y el BM.

Fue así como se diseñó la llamada "globalización" que ahora los trumpistas venden como una "agresión" hacia los EE.UU., aunque haya sido su principal herramienta de dominación durante décadas.

La globalización no fue un fenómeno espontáneo, sino una ofensiva del capital transnacional para seguir acumulando a costa de los pueblos. En EE.UU., esto significó la desaparición de millones de empleos, el vaciamiento de ciudades enteras y el colapso del tejido sindical.

El "cinturón industrial" —Ohio, Michigan, Pensilvania— se convirtió en el "cinturón del óxido". El capital financiero se impuso.

La deslocalización masiva de fábricas fue una estrategia deliberada que trasladó el conflicto al Sur Global: países con mano de obra barata, escasa regulación laboral y disciplinados por la deuda externa, el FMI y el BM.

Los "enemigos externos"

El ascenso de Donald Trump aparece como la expresión política de un malestar social profundo, canalizando a través de una retórica reaccionaria la frustración de amplios sectores golpeados.

Trump ofreció un enemigo externo —China, los migrantes, los tratados comerciales— y una promesa de redención nacional: 'Make America Great Again'. Un proyecto vacío, incapaz de revertir las causas estructurales del deterioro social, con bandazos arancelarios, especialmente contra China, que expresan una respuesta tardía y contradictoria a décadas de desindustrialización.

El 'America First' prometía restaurar la soberanía industrial, pero chocó contra la realidad: una economía interdependiente y un capital que no está dispuesto a sacrificar rentabilidad; amenazas de sanciones y discursos grandilocuentes que se disuelven en desmentidos, mientras se profundiza la desigualdad con exenciones fiscales a los ricos y desregulación laboral. Trump nunca fue un 'outsider', sino un síntoma de descomposición.

En ausencia de respuestas materiales a la crisis, el sistema ha ofrecido un espejismo: la guerra cultural, amplificada por los magnates de las social netwoks. Se debate con furia sobre estatuas, pronombres, baños públicos, la historia o la bandera, mientras se ignoran preguntas incómodas sobre salarios, salud, vivienda o deuda estudiantil. Esta polarización, azuzada tanto por neoconservadores como por liberales, divide a la clase trabajadora y oculta el verdadero conflicto.

El 'America First' prometía restaurar la soberanía industrial, pero chocó contra la realidad: una economía interdependiente y un capital que no está dispuesto a sacrificar rentabilidad.

Así, los trabajadores precarizados y los migrantes aparecen como amenazas culturales para los sectores blancos empobrecidos, cuando en realidad comparten con ellos la misma condena económica. Una narrativa diseñada para anular toda conciencia de clase y reforzar el individualismo identitario, mientras las élites económicas prosiguen acumulando.

Hoy, en el mundo del trabajo estadounidense, coexisten jóvenes con contratos basura, trabajadores migrantes sin papeles, madres solteras afroamericanas, obreros blancos desempleados, conductores de plataformas digitales. Y rara vez se perciben como parte de un mismo sujeto social.

Esta segmentación no se ha cultivado solo a través del discurso, sino por décadas de políticas públicas y estructuras laborales diseñadas para aislar, competir y enfrentar; e incluso a través de planes urbanísticos que han favorecido la creación de guetos. El racismo estructural, la represión migratoria, la brecha salarial de género y la narrativa del "éxito individual" son herramientas precisas para debilitar cualquier identidad colectiva. Así, mientras la precariedad se expande como realidad común, la percepción de enemigos internos —el migrante que "roba" el trabajo, la mujer que "acapara" ayudas, el joven que "no quiere esforzarse"— impide tejer alianzas.

Lo que se ha erosionado no es solo el salario o el contrato estable, sino la capacidad de reconocerse en el otro como parte de una misma clase explotada. Sin ese espejo compartido, la resistencia se vuelve dispersa, efímera y fácilmente capturada por discursos reaccionarios que prometen orden, identidad y pertenencia, pero solo ofrecen más exclusión.

Este descontento interno no puede entenderse sin observar el deterioro externo. EE.UU. ya no puede imponer sus condiciones al mundo como lo hacía en los años noventa. Los retrocesos de Trump en sus órdagos arancelarios son síntomas de la imposibilidad de sostener un modelo de dominación global en un mundo que ya no se pliega como antes. La supuesta "soberanía industrial" chocó con las cadenas de valor que el propio capital estadounidense ayudó a construir para explotar a la periferia. EE.UU. ya no podrá soslayar la respuesta contundente de China, el encarecimiento de insumos y la resistencia de aliados históricos.

La clase trabajadora estadounidense ha sido durante décadas víctima y, al mismo tiempo, rehén de un sistema que la empuja a competir en lugar de organizarse, a odiar en lugar de comprender. Pero el mundo está cambiando, el mito del excepcionalismo estadounidense se resquebraja y nuevas alianzas emergen. Frente a la promesa vacía de restaurar una "grandeza imperial perdida", emerge la posibilidad de repensar el país organizándose desde las fábricas, los centros de trabajo y la vida comunitaria, no desde el algoritmo ni la "guerra cultural" contra sus iguales, para reconstruir desde abajo una grandeza verdadera: la identidad colectiva de una clase trabajadora estadounidense que devuelva el futuro a quienes lo forjan.

Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista de RT.

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