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El pulso entre China y EE.UU. marca el ocaso de la globalización unipolar

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El pulso entre China y EE.UU. marca el ocaso de la globalización unipolar

Las tensiones comerciales entre EE.UU. y China siguen escalando sin tregua. Mientras el presidente estadounidense, Donald Trump, sigue aferrado a una llamada con su homólogo chino, Xi Jinping, intensifica su apuesta por la desestabilización regional, amenaza con la militarización a través de Corea del Sur y con acciones en puntos calientes como Taiwán.

La retirada de visas a estudiantes chinos completa este patrón de agresividad que combina coerción diplomática y hostilidad académica. Pero, en realidad, la postura de Trump no refleja una posición de fuerza, sino que manifiesta, una vez más, la creciente debilidad de la hegemonía estadounidense.

Las maniobras de Trump evidencian la decadencia de EE. UU. como potencia hegemónica. Su proteccionismo económico, cultural y tecnológico es solo la respuesta de un país atrapado en su propio declive. De un lado, los aranceles y la retórica nacionalista; del otro, la fractura de su poder blando, con universidades —antes símbolos inequívocos de atracción global— convertidas hoy en campos de disputa. El miedo a la competencia tecnológica y científica de China —visible en la inteligencia artificial y las telecomunicaciones— es la chispa que alimenta esta escalada.

Las maniobras de Trump evidencian la decadencia de EE. UU. como potencia hegemónica. Su proteccionismo económico, cultural y tecnológico es solo la respuesta de un país atrapado en su propio declive.

Pero, más allá, estamos ante una crisis estructural del capitalismo contemporáneo, donde las potencias centrales buscan salidas a través de la expansión, la guerra y la apropiación de recursos ajenos. Si observamos las políticas tanto de republicanos como de demócratas, vemos cómo se ha ido replicando este mecanismo durante todos estos años. La militarización en Asia-Pacífico y la imposición de aranceles forman parte de esta misma estrategia: preservar la supremacía del capital estadounidense.

Estas tensiones, por tanto, no son solo una disputa bilateral, sino la expresión de una crisis más compleja, o lo que Trump y Vance llaman "el fracaso de la globalización".

No olvidemos que la globalización, lejos de ser un proceso natural, fue la respuesta del capitalismo a otra crisis: la de rentabilidad de los años 70 y 80. La deslocalización, la externalización de costes y la reconversión de las metrópolis en centros financieros y de consumo fueron la respuesta. Fue así como se consolidó un mundo donde la riqueza fluye desde la periferia manufacturera o exportadora de materias primas hacia el centro financiero global.

Esta estrategia, que permitió a las élites imperialistas sostener su hegemonía durante décadas, también sembró la semilla de su crisis estructural. Las economías del Norte Global se transformaron en centros de consumo sin base productiva, dejando a millones de trabajadores fuera de juego. Según datos del Bureau of Labor Statistics, entre 2000 y 2020, EE.UU. perdió cerca de cinco millones de empleos industriales.

El ascenso de China, igualmente, debe interpretarse en este marco histórico y económico. Según el Banco Mundial, el gigante asiático pasó de representar un modesto 3 % de la producción manufacturera global en 1990 al 28 % en 2020. Sin embargo, este crecimiento no fue un simple resultado mecánico de la lógica imperialista.

Aunque la burguesía imperialista occidental vio en China un "taller mundial" para sostener sus tasas de ganancia, el Partido Comunista Chino supo aprovechar esta apertura para reconfigurar la inserción de su país en la economía global. En ese sentido, la dirección política no se limitó a aceptar pasivamente la lógica de deslocalización, sino que la subordinó a un proyecto nacional de transformación social.

Aunque la burguesía imperialista occidental vio en China un "taller mundial" para sostener sus tasas de ganancia, el Partido Comunista Chino supo aprovechar esta apertura para reconfigurar la inserción de su país en la economía global.

La miopía del imperialismo fue evidente. Cuando EE.UU. firmó acuerdos con China durante la era de Deng Xiaoping, ignoró que este no era una marioneta como las que estaban acostumbrados a tratar, sino un revolucionario marxista chino con una trayectoria destacada en la Larga Marcha y en el proceso de transformación de su país.

China no era un país cualquiera del Sur Global, sino una nación con una dirección política surgida de una revolución popular, con raíces históricas y un proyecto de emancipación nacional que, aunque adaptado a las circunstancias, seguía orientado a la construcción de un socialismo con características propias.

Así, lo que parecía un triunfo imperialista —la conversión de China en un apéndice productivo— se convirtió en el germen de un nuevo polo de poder que, sin dejar de estar inserto en la economía capitalista global, ha empezado a disputar la hegemonía imperial.

China, a través de su propio modelo político, logró acumular poder productivo y financiero, resistir las imposiciones de las metrópolis y construir un espacio propio de desarrollo. Y, aunque este viraje no signifique la abolición de la explotación capitalista ni la plena realización del socialismo, sí demuestra que, bajo determinadas condiciones políticas e históricas, la dependencia puede transformarse en motor de desarrollo interno y en herramienta para resistir la subordinación imperialista. Una lección que ha traspasado las fronteras de la República Popular.

La respuesta no vendrá de las promesas de protección del gran capital, sostenido en discursos chovinistas de potencias decadentes que buscan confundir a la clase trabajadora, sino de la resistencia y la construcción de un nuevo orden desde los pueblos del Sur Global.

Y así llegamos al ahora: mientras Washington cierra puertas, los BRICS construyen proyectos de cooperación no solo en el ámbito económico, sino también en el plano educativo y cultural, que desafían la hegemonía occidental. Escuelas de verano conjuntas, acuerdos entre instituciones de cine y diplomacia, y programas de intercambio científico alimentan un modelo alternativo de relaciones internacionales y una narrativa cultural emancipadora. Frente al aislacionismo de Washington, el Sur Global teje redes cada vez más sólidas.

Lo que vivimos hoy es una guerra multifactorial —económica, cultural y política— de una potencia que no logra aceptar su propio declive. Algunos, seducidos por la retórica populista de Trump, lo ven como un gran estadista diferente a sus predecesores demócratas. Pero unos y otros solo están confirmando, con distintos estilos, el fracaso de un sistema que devora incluso a sus propios pueblos para sostener su hegemonía. Un sistema que, bajo la fachada hipócrita de una supuesta democracia liberal, ha impulsado guerras de despojo y saqueo, como lo demuestra el expolio de América Latina, la ocupación de Palestina o la intervención permanente en África. Un sistema que, con discursos de "valores universales" y "derechos humanos", ha justificado la imposición de bloqueos criminales, la destrucción de sociedades enteras y el racismo estructural en el corazón mismo de sus metrópolis. Una adaptación del "Destino Manifiesto" cada vez menos creíble.

La arrogancia imperialista y la nostalgia colonial conviven con una crisis sistémica que ya no puede disimularse. Frente a ello, la respuesta no vendrá de las promesas de protección del gran capital, sostenido en discursos chovinistas de potencias decadentes que buscan confundir a la clase trabajadora de la metrópoli transmitiendo que existen intereses compartidos, sino de la resistencia y la construcción de un nuevo orden desde los pueblos del Sur Global que sea capaz de articular una alternativa real a este sistema.

Mientras la OTAN celebra con arrogancia su supuesto poder, proclamando tener más fuerza que el imperio romano o el napoleónico —ambos finalmente caídos—, la realidad es que el mundo está cambiando. Y este cambio no solo se refleja en el declive de EE. UU. como potencia hegemónica, sino también en la emergencia de un modelo alternativo de relaciones internacionales que colisiona con la base de desarrollo del sistema capitalista hasta nuestros días.

Una China más decidida, con respuestas contundentes a la guerra comercial y un creciente protagonismo diplomático, encarna este nuevo momento histórico. Por eso, el gigante asiático es, tanto para Trump como para sus aliados de la OTAN, el principal enemigo a batir.

Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista de RT.

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