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Antifa como chivo expiatorio de la descomposición estadounidense

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Antifa como chivo expiatorio de la descomposición estadounidense

Primero vinieron por los comunistas, y no dije nada porque yo no era comunista. Luego vinieron por los sindicalistas, y no dije nada porque yo no era sindicalista. Luego vinieron por los judíos, y no dije nada porque yo no era judío. Luego vinieron por mí, y ya no quedaba nadie que dijera nada.

Con este poema, el pastor alemán Martin Niemöller sintetizó el proceso escalonado de persecución que se despliega en los momentos de agudización de la crisis capitalista: la forma degenerativa que adopta el sistema cuando su legitimidad tambalea.

Primero criminaliza a los más vulnerables, luego a los organizados y, finalmente, a cualquiera que se atreva a cuestionarlo. Esta lógica de fascistización progresiva marca hoy el segundo mandato de Donald Trump. Primero fueron los migrantes, después las personas sin hogar, más tarde los estudiantes críticos, y ahora, con la reciente declaración de "Antifa" como organización terrorista, se abre la puerta a una ofensiva abierta contra toda disidencia.

En septiembre de 2025, Trump firmó una orden ejecutiva que designa formalmente a Antifa como organización terrorista doméstica. El texto sostiene que son "una empresa militarista y anarquista que explícitamente llama al derrocamiento del Gobierno de los Estados Unidos" y que coordina "ataques violentos" y "obstrucción de leyes federales" mediante acosos, 'doxxing' y manifestaciones agresivas.

La decisión parte de una premisa falsa pero políticamente útil: que Antifa es una organización estructurada, con jerarquías y capacidad operativa propia. En realidad, no es un partido ni un colectivo centralizado, sino una etiqueta difusa que agrupa múltiples expresiones del antifascismo.

La Casa Blanca instruye a las agencias federales a "investigar, desmantelar y disrumpir" cualquier operación asociada. Pero este decreto no surge en el vacío: se suma a políticas ya en marcha como el endurecimiento de la legislación migratoria, las deportaciones aceleradas o la revisión del estatus de refugiados. Forma parte, en definitiva, de una estrategia de represión institucionalizada y creciente.

La decisión parte de una premisa falsa pero políticamente útil: que Antifa es una organización estructurada, con jerarquías y capacidad operativa propia. En realidad, no es un partido ni un colectivo centralizado, sino una etiqueta difusa que agrupa múltiples expresiones del antifascismo, descentralizadas, locales, a menudo espontáneas y sin voceros reconocidos.

Declarar terrorista a Antifa equivale a declarar terrorista a un adjetivo. Precisamente esa ambigüedad la hace peligrosa, pues permite al poder perseguir no hechos concretos, sino posturas ideológicas. En manos del Estado, Antifa se convierte en una categoría vacía que puede rellenarse a conveniencia: hoy un encapuchado en una protesta, mañana un profesor crítico, un periodista incómodo o cualquier ciudadano que desafíe el orden establecido.

La criminalización de Antifa marca un punto de inflexión en la arquitectura represiva estadounidense porque ya no apunta a hechos, sino a afinidades políticas. Bajo esta doctrina, cualquier ciudadano que se organice, proteste o simplemente disienta puede ser señalado como "terrorista doméstico". El terreno de la disidencia se convierte en un campo minado.

Bajo esta doctrina, cualquier ciudadano que se organice, proteste o simplemente disienta puede ser señalado como "terrorista doméstico". El terreno de la disidencia se convierte en un campo minado.

El decreto no solo amenaza a los sectores tradicionalmente movilizados —organizaciones de derechos civiles, ambientalistas, movimientos de justicia racial—, sino también a opositores moderados: desde el Partido Demócrata hasta las corrientes críticas dentro del propio Partido Republicano, pasando incluso por facciones del universo MAGA que cuestionan a Trump por no ser lo suficientemente radical. Cualquiera puede ser Antifa. La etiqueta funciona como un significante vacío donde cabe todo aquel que incomode al poder, venga de la izquierda o incluso de la extrema derecha.

No es un recurso nuevo. Durante el gobierno de Barack Obama ya se instrumentalizó el fantasma de los "grupos radicales" para desmontar Occupy Wall Street. Ese movimiento fue desacreditado, infiltrado y desarticulado con violencia encubierta, mediante una ofensiva coordinada entre agencias federales, policías locales y aparato judicial. Las categorías difusas como "anarquista", "radical" o "antifa" sirvieron entonces para justificar la represión más allá del orden público. Obama, así, también fue un eslabón en la cadena de control ideológico y social que hoy Trump lleva a su expresión más grotesca.

Trump no es la causa de los males de EE.UU., sino una consecuencia cada vez más visible de su declive. El país que se proclama "cuna de las libertades" ha escalado, crisis tras crisis, en el autoritarismo.

Este giro autoritario no responde a un capricho personal de Trump, sino a una lógica estructural. La represión interna es el reflejo de un sistema en descomposición. El capitalismo estadounidense atraviesa una crisis de legitimidad, de acumulación y de hegemonía global. La financiarización, el vaciamiento industrial, el colapso de los servicios públicos y el endeudamiento crónico han deteriorado tanto la calidad de vida de millones como la cohesión social que sostenía el mito del "sueño americano". En el plano internacional, la emergencia de potencias como China, la recomposición del Sur Global y la pérdida de influencia en escenarios estratégicos —del Indo-Pacífico a América Latina— evidencian la decadencia imperial. En este contexto, el discurso del "enemigo interno" y la promesa de orden funcionan como herramientas de contención ante un estallido social inevitable.

Este patrón no comenzó con Trump, aunque él lo haya acelerado. Trump no es la causa de los males de EE.UU., sino una consecuencia cada vez más visible de su declive. El país que se proclama "cuna de las libertades" ha escalado, crisis tras crisis, en el autoritarismo: del macartismo de los años cincuenta a la Ley Patriótica tras el 11-S, con la legalización de la vigilancia masiva y un Estado de excepción permanente. Hoy, con el uso de "Antifa" como categoría represiva, continúa esa degradación.

El deterioro es progresivo, y cada crisis lo acelera. Si no se detiene, si no se comprende en toda su dimensión estructural, llegará el momento en que, como advirtió Niemöller, ya no quede nadie que diga nada cuando también vengan a por ti.

Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista de RT.

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