En esta fase de la historia, Europa parece perdida en la conciencia sobre sí misma, tanto en lo interno como en su rol internacional. La cuna de los grandes imperios coloniales, que durante siglos hizo girar el mundo en torno a sus capitales mediante la violencia, el saqueo y el mito de la civilización, se muestra hoy incapaz de reconocerse en el espejo de su propio declive. Ya no lidera el orden mundial ni decide su destino económico o militar. Atrapada en una institucionalidad que desmantela derechos sociales mientras garantiza la circulación sin trabas del capital financiero, Europa ha pasado de centro imperial a un imperialismo de segunda categoría subordinado al hegemón estadounidense.
En todo proceso de pérdida, la negación es apenas la primera fase del duelo. Después suelen venir la ira, la negociación, la depresión y finalmente la aceptación. Pero Europa parece haberse estancado en este primer estadio.
En primer lugar, niega su decadencia. Aferrándose al mito del Estado del bienestar como si aún existiera. Pero esa imagen idealizada solo fue posible por una correlación de fuerzas concreta: un movimiento obrero fuerte, el miedo burgués al socialismo y la existencia del bloque socialista como alternativa real.
Europa ha pasado de centro imperial a un imperialismo de segunda categoría subordinado al hegemón estadounidense.
A cambio de desmovilización, se ofreció acceso a derechos. Pero incluso entonces, este modelo descansó sobre el expolio del Sur Global. Así, la caída de la URSS y la ofensiva liberal terminaron con ese pacto. A partir de los años 80, el capital europeo —alineado con el Consenso de Washington— se reorganizó para blindar el poder financiero, mediante tratados como Maastricht, privatizaciones masivas y recortes estructurales.
La supuesta "superioridad" de lo social europeo se vuelve cada vez más falaz: según datos oficiales de la Comisión Europea, en 2024, 93,3 millones de personas en la Unión estaban en riesgo de pobreza o exclusión social; lo que equivale al 21,0 % de la población de la UE. Las privatizaciones, ahora un gesto cotidiano, han demostrado su rostro depredador: corrupción, bienes públicos convertidos en mercancías y muertes. En Andalucía, por ejemplo, se han derivado más de 300.000 mamografías a clínicas privadas, bajo el argumento de falta de medios públicos, pese a que fallos en los protocolos de cribado han provocado retrasos y pérdidas de seguimiento en casos de cáncer de mama. Esa falacia se sostiene ahora sobre cifras reales, desigualdad creciente, precariedad masiva y la desaparición del acceso universal a lo que alguna vez se creyó irrevocable.
En segundo lugar, niega su nueva clase trabajadora. El continente insiste en imaginarse blanco, homogéneo, cristiano... Pero la clase trabajadora europea ya no responde a ese molde, si es que alguna vez lo hizo. Migraciones forzadas por guerras, despojos y crisis provocadas desde el Norte han transformado su composición.
Hoy conviven profesiones proletarizadas, precarización digital, falsos autónomos y trabajadores migrantes sin derechos. La extrema derecha explota esta diversidad para dividir, culpando al migrante de los males sociales y ocultando la explotación. Y sectores de la izquierda, atrapados en la moral liberal, reducen la cuestión a un problema humanitario. Pero no son víctimas ajenas: son trabajadores, sostén de las cadenas de valor europeas. Sin ellos, no hay clase trabajadora europea. Sin reconocerlo, no habrá unidad de clase ni horizonte emancipador.
En tercer lugar, niega su subordinación geopolítica. Tras la Segunda Guerra Mundial, el capital europeo eligió alinearse con Washington: por miedo al socialismo, por necesidad de reconstrucción y por intereses de clase. Así cedió soberanía militar (OTAN), política y económica. Siendo esta última la más invisibilizada pese a que la financiarización plena haya entregado sectores estratégicos —energía, banca, infraestructuras— a fondos como el estadounidense BlackRock, convertido en actor de poder en Bruselas, Berlín o Madrid. Europa ya no decide a quién beneficia su crecimiento ni a qué precio. Las maravillas del capitalismo avanzado.
Tras la Segunda Guerra Mundial, el capital europeo eligió alinearse con Washington: por miedo al socialismo, por necesidad de reconstrucción y por intereses de clase. Así cedió soberanía militar (OTAN), política y económica.
En cuarto lugar, niega la muerte de su propio imperialismo. Se comporta como si aún pudiera sostener sus viejas esferas de influencia. En el Sahel, Francia responde con arrogancia al colapso de su dominio neocolonial. En América Latina, capitales europeos siguen operando bajo esas mismas lógicas. Y es por esto que callan ante la amenaza militar directa e ilegal que EE.UU. está protagonizando mientras escribo este artículo en el mar Caribe contra Venezuela.
Hacia el interior la cosa no es muy diferente. En su colonización "intraeuropea", los países del Este cumplen un doble rol: como periferia económica y como reserva ideológica. Nacionalismo reaccionario y anticomunismo reciclado que son útiles en la narrativa occidental contra Rusia, donde la rusofobia opera como discurso de legitimación de un keynesianismo de guerra que plantean como “solución” mágica a sus problemas.
En América Latina, capitales europeos siguen operando bajo esas mismas lógicas. Y es por esto que callan ante la amenaza militar directa e ilegal que EE.UU. está protagonizando mientras escribo este artículo en el mar Caribe contra Venezuela.
Y finalmente, niega la posibilidad de una alternativa. Persistiendo en presentarse como referente moral, modelo de civilización o bastión democrático, aunque ya nadie se lo crea mientras expulsa migrantes al mar, promueve guerras y legisla para garantizar un robo a plena luz del día de los capitales hacia el pueblo.
Europa niega su decadencia, niega su diversidad interna, niega su subordinación geopolítica y niega, sobre todo, la posibilidad de pensar un proyecto diferente desde su propio suelo.
Aceptar la realidad supone una ruptura política con las élites que han secuestrado Europa. Son los capitales —y no los pueblos— quienes definen el rumbo. Y son ellos quienes hoy impiden ver que Europa ha cambiado, que el mundo ha cambiado, y que la esperanza solo puede renacer desde abajo. Desde la soberanía popular de ese pueblo plural que aún lucha. Ese mismo pueblo que rechaza ser cómplice del genocidio en Gaza, que no quiere más guerras ni armarse hasta los dientes para un nuevo expolio ahora para beneficio del complejo militar-industrial, y que ya no está dispuesto a vivir bajo el dictado de quienes lo empobrecen. Si Europa tiene alguna salida digna, será desde la ruptura con quienes la niegan.