La tiranía del fraccionamiento
En enero de 1865 se empieza a publicar por entregas en la revista El mensajero ruso un relato titulado Año 1805. Con estos datos es muy posible que pocos de ustedes sepan a qué obra nos referimos. Quizá el panorama se empiece a aclarar si decimos que el autor de aquel serial respondía al nombre de Leon Tolstói. Más si conocemos que cuando la obra apareció en una edición reunida su título definitivo fue Guerra y Paz, la que fue no sólo el trabajo cumbre de Tolstói sino, probablemente, uno de los máximos exponentes de la literatura universal, adjetivo nada caprichoso.
¿De qué trataba Guerra y Paz? Atendiendo a su argumento podemos resumir que este es un libro sobre la Europa de las guerras napoleónicas y la invasión de Rusia por los ejércitos franceses. Más allá, observando a sus protagonistas, aristócratas de San Petersburgo y Moscú, también podríamos decir que es un libro sobre la sociedad rusa, desde sus élites hasta su pueblo, sus costumbres, sus virtudes y defectos. La cuestión es que, además, el libro trata con precisión múltiples acontecimientos históricos, desde la gigantesca batalla de Borodino hasta la aparición del Gran Cometa de 1811, mezclándolos con una trama de ficción, en la que se incluye un intento de asesinato de Napoleón, elementos reconocibles en los thrillers cinematográficos posteriores.
De hecho, la maquinaria descriptiva de Guerra y Paz anticipa en gran medida lo que serían los códigos del cine moderno, con todo tipo de planos generales, batallas y ciudades; medios, fiestas de sociedad; o cortos, la intimidad de los protagonistas. Y es aquí donde Tolstói despliega, a través de la historia, lo que era su intención: realizar un tratado de filosofía donde, sirviéndose del narrador y las voces de los personajes, hablar sobre el amor, el orgullo, la esperanza, el nihilismo, la política y la religión. En ruso, las palabras "paz" y "mundo" son homófonas, por lo que el título también puede significar la guerra y el mundo, algo nada casual, como la inspiración proudhoniana del mismo. Guerra como conflicto que mueve a la historia. Mundo porque, sencillamente, este es un libro que trata sobre el todo.
Desde el inicio de su publicación por entregas, 1865, hasta su fin y primera compilación, pasaron cuatro años en los que los lectores rusos se asomaron a la historia reciente de la primera mitad del siglo XIX, para conocer lo que también podría ser un gran reportaje periodístico. A partir de ahí, se empezó a considerar Guerra y Paz como un tratado para la construcción de la nación rusa, pero, paradójicamente, la obra se empezó a traducir y editar en multitud de lenguas y países, concitando la atención de críticos y lectores, incluidos los franceses. La razón es que Tolstói, desde el realismo de lo que conocía y la investigación de campo de sus años precedentes, había dado con muchas claves que, más que internacionales, eran humanas. Isaak Bábel dijo, después de leer Guerra y paz, que: "Si el mundo pudiera escribir solo, escribiría como Tolstói".
Cuando las condiciones materiales cambian, cambian las formas de contarla, algo que se percibe en La Divina Comedia o El Quijote como vértices del paso de la Edad Media al Renacimiento. El siglo XIX estuvo lleno de novelas como Guerra y Paz, conmocionado aún por la revolución de 1789 y las posteriores que agitaron el suelo europeo, sus guerras, la industrialización, la sustitución de la nobleza por la burguesía como la clase dirigente y el nacimiento del proletariado. Uniendo a todas ellas la idea de la modernidad, aquella que marcaba que la historia estaba en manos del hombre y el hombre construía progreso mediante la ilustración. Todo se podía pensar, todo se podía hacer, todo se estaba reinventando. No es que la literatura fuese especialmente ambiciosa, es que necesitaba serlo si quería importar. Por eso los narradores tenían la necesidad de coser su presente, de darle no sólo una perspectiva, sino de darle unidad.
En el año 2021 seguimos leyendo y quizá lo hacemos en mayor cantidad que nunca. La razón la tiene usted en la palma de su mano, probablemente desde donde lea este artículo: su teléfono inteligente, un pequeño ordenador de bolsillo que ha dado a internet su máxima extensión social por abaratamiento de la herramienta de uso y una posibilidad de acceso en cualquier momento y lugar, no sólo a la palabra, sino también al audiovisual, en todo caso al mensaje. Y, si bien, la potencialidad llega a todo tipo de contenidos, ya casi nadie lee Guerra y Paz en una pantalla o, más allá, casi nadie leería este artículo si en vez de dos páginas ocupara cuatro. La series triunfan sobre las películas, pero sobre todas ellas han triunfado entre los más jóvenes los vídeos de menos de diez minutos en Youtube, para los nacidos ya en este siglo una eternidad, de ahí los nuevos formatos brevísimos de Tik Tok, donde la duración llega como máximo a los sesenta segundos.
Leemos más que nunca, pero lo hacemos de forma constantemente fragmentada. Las conversaciones de servicios de mensajería instantánea carecen ya de saludo y despedida, siendo un signo de indeseable adultez poner punto al final de cada oración. En Twitter, donde se concentra el debate público con pretensiones más serias, la máxima extensión de los mensajes es de 280 caracteres. Que a menudo son respondidos no mediante la palabra, sino mediante memes y emoticonos que refieren a un sentimiento primario como la ira, la sorpresa o el desprecio, contando con que para todos los usuarios la semiótica reducida acabe por tener un significado similar. Nos comunicamos constantemente, de una manera cada vez más fugaz, pudiendo transmitir un mensaje a la otra punta del mundo de forma instantánea, de mano a mano en cuestión de milisegundos. Pero, ¿qué podemos comunicar realmente entre tanta desintegración?
Cómo explicar el mundo en 280 caracteres y sesenta segundos. Más allá, cómo explicar cómo nos sentimos mediante un GIF animado o un emoticono. Si durante unos cuántos miles de años el ser humano ha tenido dificultad para explicar el amor, cómo hacerlo con una carita que guiña un ojo y manda un beso representado por un corazón simbólico. ¿Recuerdan lo de las condiciones materiales y su narración de hace un par de párrafos? Si el neoliberalismo apostaba por la externalización de la producción, es decir, el fraccionamiento de los grandes centros de trabajo en pequeñas unidades, su correlato de época, el posmodernismo, luchaba denodadamente contra la unidad y la coherencia. Cuarenta años de ambas corrientes nos han conducido al momento actual: la tiranía del fraccionamiento.
En 2021, tras la Gran Recesión, mientras la Pandemia comienza su retirada, el neoliberalismo parece sentenciado a ser sustituido por otra cosa, no necesariamente mejor. Sin embargo, sus formas comunicativas están en su cúspide: que un incendio se agote en su origen no significa que no arda aún con fuerza en su periferia. Cómo coser el mundo, cómo integrar lo disperso, cómo arrojar luz cuando no sabemos ni siquiera dónde poner el foco. Cómo explicar una crisis si el ciudadano medio es incapaz de establecer relación entre las causas y las consecuencias. Cómo aportar esperanza si carecemos de mapas y de dirección. Cómo construir los sujetos que la lleven a cabo si somos incapaces de ver lo que nos une más allá de nuestra propia identidad atomizada.
Hoy, quien avanza en el páramo tras el incendio neoliberal es quien utiliza el fraccionamiento en su beneficio. Mediante la desintegración del mensaje extiende sus bulos: siempre es más fácil odiar que construir si carecemos de una imagen global del funcionamiento de las cosas. Contra el miedo al páramo ofrece su refugio, uno basado en la exclusión, pero también en una pertenencia sencilla, casi de tribu. No es que la nueva ultraderecha sea un vástago del neoliberalismo, es que es su hijo primogénito y más querido. Una mezquina respuesta a sus consecuencias que crece gracias a sus herramientas: "La fe en la eficacia de un régimen de violencia".
De todo esto podemos extraer por qué cualquier política que se base en la ilustración, es decir, la puesta de la ciencia y la filosofía al servicio del ser humano; el progreso, la idea de que la historia no es fatalidad divina sino producto de nuestras manos; y los grandes relatos, la condición para narrar de forma unitaria pasado, presente y futuro y sus protagonistas, debe estar enfrentada a la tiranía del fraccionamiento. Quien quiera coser esta sociedad debe empezar primero por coser sus mensajes. Quien quiera traer de vuelta la esperanza en el progreso debe primero reunir la fragmentación. No es una preferencia narrativa, es una necesidad de época.
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